sábado, 5 de febrero de 2011

Alvaro Salamanca, un rastro de apropiación del paisaje en Nueva York








watercolors of Central Park and the Plaza Hotel. all done on a piece of paper that measures 8 x 10 inches. All are signed and have the date 1993.

Llegué a Nueva York, a esta ciudad tantas veces visitada y añorada durante tanto tiempo. Me lo pasaba “chicaneándole “ a mis compañeros de la universidad que algún día iría a vivir a Nueva york, ya que en ese momento, 1990, más o menos, “ la ciudad” como se le conoce era el sitio a nivel mundial donde pasaban cosas. En realidad un artista como yo, formado en el rigor academicista con expectativas de producir una obra sólida y bien fundamentada en cuanto a forma y contenido dentro de un lenguaje contemporáneo, no se puede ni imaginar las transformaciones que pueden ocurrir durante un exilio. Mi energía de entonces me obligaba por dentro a irme , a salir, a huir de todo esto, de toda esta mediocridad en todo. Yo quería irme , vivir en una cultura que ofrece todas las posibilidades necesarias para la configuración de mi obra plástica. Sabía que se trataba de ganar, de triunfar, como solemos pensar a veces el mundo del arte, vengarme de alguna manera de los otros que se quedaron atrás. Mi pintura de entonces procuraba lo grandilocuente, es decir, utilizar los elementos y recursos de la pintura para producir una sensación majestuosa o de constatación con un carácter trascendente. Me interesé por algunas temáticas que procuraban esa sensación grandiosa, ordenada, por ejemplo, los soldados, lo castrense en general, las formaciones, donde además de la disciplina en la organización, todo brillaba con intensidad. Pero con ese lenguaje de pintor expresionista abstracto tan dado a la mancha, al reconocimiento de la pulsión interna, sabia que mi experiencia de vida a los casi 33 años necesitaba hablar más de mi mismo. No era porque mi vida fuera digna de ser contada en términos de historia, sino porque Nueva York me hizo sentir en una verdadera crisis que me forzó irremediablemente a utilizar el arsenal pictórico para gritar todo lo que me estaba pasando.
En ese intersticio de acontecimientos, la práctica del paisaje regresó con inusitada violencia. Aún no sé si el paisaje representaba un contenedor de sistemas y vías de indagación para encontrarme conmigo mismo en diferentes periodos o momentos íntimos, o si el paisaje lo necesitaba para dar continuidad a la lección tantas veces aprendida de construcción, de composición, al final, de estructura buscada. Me apoyé en el paisaje de Nueva York en diferentes estaciones para producir arte, era un arte de intervención, de apropiación de lo urbano, de conquista del espacio público, pero mi mirada siempre era la del testigo y no de alguien que quisiera cambiarlo. Por eso pienso que cada una de mis acuarelas neoyorkinas se convirtieron en un testimonio mudo de lo que me pasaba a mi, es decir, de un turista que ahora se asumía vagabundo o de un inmigrante que añoró siempre la legalidad de la ciudadanía.
Eso ya no importa. Edith Xiomara, prima y compañera, cuelga en sus paredes de Nueva York este trozo de mi vida.

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